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viernes, 22 de marzo de 2013

dondequiera que estén


Llevo un par de horas aquí pensándote. Tratando de explicar que tan fiero, terco, bruto y frío, me deshaga y me desdiga cuando trato contigo. Analizando la indefensión que me procuras encuentro que dejo tanto dentro de ti que parezco una mudanza a medio hacer, apresurado con emoción de primerizo; también que tus palabras tienen en mí el poder ambivalente del sol: el calor en la cara, el frío en la cruz; también que sólo sé quererte con los nervios apretados, con la barriga vacía, con el niño a flor de piel.

Así de ebrio y esperando a que decida amanecer de una vez, recuerdo repentinamente volar hace unos días sobre la noche de Nueva York. Observar desde el cielo la agitación del hombre y sus heridas en la tierra. Hacerme conduciendo por una de esas carreteras veteadas a lo lejos por luminarias anaranjadas; trotando la noche rodeado de otras bestias, con la bruma polvorosa deshecha en nuestras lunas. Millones de hombres derramados en los rincones de esta tierra como regueros de esperma enloquecido en búsqueda de la fecundidad. Este mundo descontrolado y sin rumbo qué sabrá de la fecundidad.

Te diré algo, amor. Yo no ambiciono casi nada y necesito menos. A mí el progreso me es lo mismo; lo que sea de este mundo y de las vidas de sus hombres. Las ciudades no me dicen nada, y nada sé de ellas ni de los ambientes de sus cafés ni de sus periódicos ni de sus hijos ni de sus protestas ni de sus calles taimadas acechando viandantes. En cambio sí sé amar, que ya es más de lo que muchos tarados pueden decir. Yo que nací para reírme del mundo, para ser irreductible e ingobernable, sé elegir sol tras sol desfigurarme, deshacerme y entregarme a tu sola intención.

Porque dondequiera que voy los edificios quedan igual de solos cuando los abandono, las lenguas extrañas igual de extranjeras, los hospitales igual de desamparados, las curdas llevándome a los mismos sitios pasando por distintos lugares. Al cabo, tropiezo con la misma conclusión: encuentro las cosas desesperantes en cualquier parte, en cambio las que me mueven no.

Por eso, mientras la noche suave del estado de Florida me acurruca entre sus manos y su pecho, pongo el mío donde tú estés. Con las pestañas abanicando la oscuridad, exhaustas como remeros, voy echando el cierre. No lograré ver amanecer pero ya frente al telón del sueño, donde cejan incluso el amor y el hastío, elijo aprovechar que tú me mueves para enloquecer en búsqueda de tu fecundidad. Elijo para mí ambición acostarme siempre a tu perfil izquierdo –que dices que es el bueno- dondequiera que estén tus sueños.