Un día amaneces con esmog, pero no es el de las mañanas
irrespirables en Madrid, sientes que este viene a joderte de verdad. Menuda
mierda dejar de estar bien por inercia. Es como cuando te haces un esguince y
repentinamente te das cuenta de que adoras tus tobillos. Apesta pasar los días
con ese atontamiento en el diafragma que convierte quehaceres reflejos, como
dejar correr los minutos hasta quedarse dormido o esperar que el café baje de
137ºC para bebértelo, en algo trabajoso. Sentir que tienes cosas en marcha pero
ninguna funcionando. Todo por esa maldita humareda que te difumina el camino
con su abrazo invisible, con el suave vaivén que ocupa las calles. Un camino y
unas calles que recorrías tan tranquilo ¿Qué te ocurre? ¿Es culpa tuya? ¿Eres
tú el cenizo que atrae lo malo? Esto antes funcionaba. Maldita sea, no pides
saber quién eres, conocer el sentido de la vida o el maldito sexo de los
ángeles. Sólo deseas saber cómo coño lo habías hecho todo este tiempo para
evitar esa desazón.
Para colmo, mientras pequeños signos de interrogación
socavan la seguridad que tenías, te bombardean cada día propagandas
motivacionales y eslóganes de auto-superación. Por todas partes. De pensar en
positivo para atraer lo positivo, de levantarse para comerse el mundo de
alegría, de dejar que las respuestas te encuentren, de cambiarse al sendero de
la felicidad. El sendero de la felicidad…la hostia. Ese no eres tú, desde luego
que no, pero por unos días lo intentas. ¿Qué puedes perder? [...]