Primero en Turín, más tarde en
Sevilla y Pamplona, siempre mentiste. Mientras descorrías las cortinas de habitaciones
de hotel, mientras masajeabas tus pies al final de un paseo sobre los adoquines
tercos de los cascos antiguos, mientras emitías exclamaciones como “¡Vaya!” o
“¿Viste eso, querido?” durante los espectáculos a que acudíamos. Pero aún a voz
en cuello, el desconsuelo de la mentira era secreto, porque más que mentir-que
también- permitías que errara en la interpretación de la verdad de nuestro amor,
convirtiéndome en un policía bobalicón que no atrapaba cojo ni mentiroso.
Durante los momentos de verdadera
desesperación que sucedían a cualquiera de tus taimados y reincidentes desprecios,
vociferaba adentro de mí aquello que dicen de que “una mujer que roba a un
hombre su amor, cuando su amor es lo único que le queda, no es una mujer buena”.
Un pensamiento bravo y coherente, algo tan sencillo de desoír. Porque por tibio
que fuera tu gesto de reconciliación, siempre parecía mayor recompensa que la
imagen de un hombre sin Carmen mala, con su amor y nada más.
Eran las dos y media del tercer
día de la fiesta y tú cosías concienzudamente sentada en un sillón de
terciopelo granate. El vestido crema colocado sobre tu regazo se desparramaba
sobre el acolchado capitoné. Me resultaban apabullantes las transformación
textiles -casi invariablemente de trunque- a las que sometías las prendas que
caían en tus manos. No tanto por tu agujereo irresponsable de mis bolsillos
como por lo rápido que aquellas desaparecían. El desfile de nuevos conjuntos era
constante porque a pesar del tiempo dedicado, de la idea colmatada, parecías no
desarrollar apego alguno por esas ropas. Sabe Dios que rezaba por no verme
reducido a prenda tuya, a otro de tus desapegos.
[...]
[...]
Así, procuraba templar el gesto
al observar faldas recogerse como estores en la mañana estival o escotes
eruptar piel hacia tus clavículas. ¿Qué podía hacer si no? Me aterraba la idea
de convertirme en el severo tío Desmond. En alguien que pasara horas
maldiciendo las debilidades de la generación siguiente (pero, ¿qué generación
no cree que en la siguiente acabará todo? Como si ellos mismos hubieran ideado
el devenir de las cosas, la fotosíntesis, la leche en la ubre).
Callaba y aprobaba con
desasosiego estos comportamientos pero no sin cierta ternura. ¿Quién podría no
perdonar su alegría pueril por unos centímetros de tela?, ¿por miradas
indiscretas a unos metros?, ¿por la envidia femenina en kilómetros? ¡Oh, yo
nunca supe no perdonarte que fueras ese trueno travieso en el silencio
isabelino que imperaba en aquella vida social!
Las
calles pamplonicas estaban infestadas de muchachos jóvenes. Me preguntaba en
qué tiempo habrían nacido todos ellos, en qué tiempo tan temprano y demente iba
envejeciéndome. Implacable, el cambio generacional cogía por las solapas la
virilidad de los hombres y los ponía en un aprieto. Indulté tus miradas
zalameras a todos ellos, la suerte que le negaron a aquel segundo toro de
Alfonsete.
La
noticia de la faena abría a media página los diarios la mañana siguiente. Las crónicas
adornadas de los periodistas taurinos, la clase más vehemente y vivaz que existe,
hablaban de algo histórico. Sentías jaqueca y no deseabas abandonar el hotel
pero logré convencerte de que fuéramos, previa promesa de docenas de caprichos
venideros. La faena fue incendiaria, bellísima. “Fanfarrón”, bovino de un trapio excelente se prestó a la lidia
apenas pisó el albero. El maestro danzaba lentamente encadenando pases, trazando
una caligrafía oro y grana. Una verónica, dos verónicas, tres. Algunos
espectadores a nuestro alrededor señalaron que toreaba con los ojos cerrados,
que el maestro no necesitaba la vista para acompasar el toro. En un palmo de
terreno le ligaba los naturales, primero a un pitón para pasar al gemelo. Fanfarrón se le venía de largo, repetía
y se humillaba con muletazos templados y pausados.
Igualmente
maravilloso era verla disfrutar del toreo –un gusto adquirido en la temporada
anterior- para mí, que desde chico, fui introducido a la fiesta. Suerte la mía
de poder disfrutar las manoletinas antes de que Islero segara la vida del más grande. Estabas bella, tan bella como
una mujer bailando Carmen. Carmen,
Carmencita mía, ¡qué adecuado tu nombre! Cada estirón divino con que castigaba
mi manga era un tirabuzón a mis latidos mundanos. En que ligero tempo me
transportaba su disfrute. Piano, allegro, a borbotones. A ratos suave y otros
brusco. Como una bailarina envuelta en tela color carne. Carne y huesos
danzando entre la multitud de la tribuna. Y todo eso era con sólo mirarla, qué
miedo cuando enseñaba los dientes.
El
único halo de vida posible en un ruedo, lo encendió aquel sultán negro. Tras una
última serie de quince pases quedó clavado veinte, treinta, cuarenta segundos, con
la cabeza erguida, esperando con fijeza parca la suerte suprema. Mientras, un
murmullo germinaba en el público. El tendido solicitó un indulto que un juez-
harto menos noble que aquel animal- no tuvo a bien conceder. Y Alfonsete mató
recibiendo, pero con qué tristeza. No se envalentonó después, no dedicó, no
quiso estar. Hincó una rodilla y un puño al suelo, la mano angustiada sobre la
cabeza del toro. Hablaba para él o para sí, no lo sabría decir, pero sí puedo jurar que con ese último aliento
bronco se marchaba el de toda la plaza. Silencio contenido. Silencio espeso. El
de Alfonsete, gacho e inmóvil, el nuestro abandonando la tribuna.
La
actuación encendió tus mejillas y tu pecho. Al volver me hiciste el amor como
debía de gustarle a algún otro que no era yo, pero que alivio tan tenebroso era
aquel aunque no me perteneciera. La tarde fue poética. Tras una temporada
amarga te sentía cerca, cerca al fin. Por tu naturaleza, como el morlaco rezagado
en el encierro, corneabas la intemperie, el abandono, el cambio. Pero encontrarías
el caminito de vuelta a mi plaza. Contaba con ello. Juntos lo encontraríamos.
A la mañana
siguiente debía reunirme con unos viejos amigos de mis padres. Era un
compromiso más que una cita, por lo que no insistí dos veces cuando dijiste que
te encontrabas indispuesta y no deseabas venir. Cuando me encontraba ya a sólo
tres calles del café, en una esquina dos jovenzuelos reñían amargamente ante el
estupor de los viandantes. Qué brava la española. Así que decidí en un alarde
de irresponsabilidad impropio de mí, plantar a Vincent y su esposa para
regresar corriendo a tu lado.
Si
supieras carmín mío, cuánto deseaba volver para besar tu desnudez, si hubieras
presenciado cómo atizaba la puerta del coche de línea para que me permitieran
subir, el sudor que anticipaban mis manos. Volví atolondrado como un
adolescente para encontrar una cama deshecha. Tuve tiempo a distinguir la
camisa blanca ondeando desde su antebrazo bronceado, su talón derecho trazando
un arco desde el suelo hasta el alféizar. El perro cobarde desapareció, quedó
en la sala el rabioso. Con él huido y tú sujeta, escogiste mal momento para
revelar tres años de amor por caridad, te sobraron dos minutos de coraje para
ser honesta. Y moriste hembra brava, luchando por desasirte de mis manos,
corneando desde el suelo el aire solo.
Que donde el ruso no pudo yo
pueda(*),
y este amor a primera, a última y
a cualquier vista
sea,
por fin,
lo último que veas.
(*)¿Tu marido está en
casa? – grazné, con el puño en el bolsillo. No podía matarla a ella, desde
luego, como habrán pensado algunos. ¿Comprenden ustedes? La quería. Era un amor
a primera vista, a última vista, a cualquier vista.
"Lolita" – V.N.
Olé!
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