El repiqueteo desordenado de las
patas de las gaviotas contra el techo lo despertó. Al parecer, cenar acostado
en el capó tan cerca de la costa, tenía el inconveniente de madrugarle a uno en
los prolegómenos de la película de Hitchcock. La luz le molestaba en los ojos,
que trataban de calibrarse a la luminosidad del amanecer joven, aun plomizo y crudo.
Entretanto tuvo la extravagante sensación
de que acontecía entre él, aquellos
pájaros y el ritual carroñero de fondo, algo parecido a lo que a menudo entre
algunos padres y sus hijos pubescentes. Trabajar rutinariamente el pan hasta la
casa, descansar apenas las piernas y las espaldas e inaugurar otro nuevo día, a la mesa, con pequeñas bocas
digiriendo las pagas de trabajo y también los sueños rutilantes que decidieron
amanecer con su llegada. Picos coronados por ojos desagradecidos, que devuelven
la mirada, pero no alcanzan a demostrar un vínculo verdadero. O podían ser
solamente pájaros comiendo los desperdicios de la noche anterior.
No encontraba la llave inglesa
que usaba como manivela para la ventanilla. Hacía años que la manilla original
había desaparecido. Como solía decir su abuela -a quien perteneció aquel Buick
del 82 antes que a él- “el elevalunas eléctrico fue un lujo en otra época.
Jesús no aprueba los lujos, por eso no dejé que aquel vendedor me lo colocara
en el coche”.
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