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miércoles, 23 de mayo de 2012

árbol de otoño


Correteaba por la orilla alejándose y acercándose de mi figura, danzando, zigzageando, imprimiendo caminitos de huellas con las plantas de sus pies mientras yo andaba observándola. Lo recuerdo como uno de esos momentos de libertad universal, de los que sólo vive uno de niño, o de mayor cuando cree que nadie puede verle.

Aquel día eras un imán enorme, uno de esos que tienen las mujeres en los que no se distingue con claridad si son ellas las que viven en el mundo o es él quien las habita. Nosotros somos más regulares, pero ellas algunos días se empeñan en destrozar los sismógrafos. Recuerdo tu vestido largo – la bandera roja de tu oleaje violento en mi recuerdo - ondear con las rachas de viento que se levantaban en la playa. Era algo curiosamente rítmico observar, cómo  filtraba los rayos del sol tardío, proyectando una sombra bien marcada que parecía batallar en la arena con todo lo invisible. No miento si digo que por un rato juré que el tempo de las corrientes que acariciaban la playa, de abajo a arriba y vuelta a empezar, se regían por la danza de tu vestido. Mientras yo cavilaba, tú hacías el ganso, y si alguien se acercaba adoptabas una pose de dignidad divina. Parecías un ministro. Cuando sus sombras habían desaparecido, te acercabas corriendo, arrugabas la nariz para preguntar en un susurro <<No me han visto, ¿verdad?>> Yo reía y tú volvías a alejarte danzando.

Hubiera desangrado al mundo por acampar mis sueños en aquella playa. Plantar apenas cuatro estacas y envolverlas con una tela enrojecida con toda esa sangre de los ríos, de los patos, de los limones, de los campos en fruto. Hacerte el amor hasta morir derretidos por el sol y desgastados por el viento.

Me pediste que me sentara contigo, cerca de la orilla para que el agua pudiera mojar nuestros pies. Se me ocurrió contarte que tenía la teoría de que, en situaciones como aquélla, existen dos tipos de persona: las que se entretienen mirando al suelo, con el miedo persistente a que las olas lleguen hasta sus pies y los que se concentran en afrontar la inmensidad del mar sin preocuparse de lo que pueda venir. Lo pensaste un buen rato, con la mejilla apoyada en la palma de la mano, mientras observabas el mar, y exclamaste “Qué cosas tan curiosas se te ocurren!”

Acercaste, entonces, la cabeza a mi hombro y la dejaste ahí durante unos minutos que abrieron con una tijera, uno tras otro, la tarde y el cielo. Lo cierto es que aquella tarde de septiembre se había quedado preciosa. En ese mes todas las tardes lo son, parece que el cielo de verano se empeñe en convencer al calendario, en su lecho de muerte, de que aún no ha llegado su hora. No es que la muerte sea bonita, pero el ocaso que dibuja sí lo es, por lo menos en septiembre.

En un momento dado te separaste de mí bruscamente y tu gesto rompió mi vajilla súbitamente. Me dio por pensar que, si suena una sonata de Brahms en alguna vida, durante el tiempo suficiente, indefectiblemente la vajilla de la casa estallará contra el suelo de la cocina. Me miraste fijamente a mí, y luego al mar, y después a mí de nuevo, pero ahora tus ojos se habían vuelto impenetrables, como si hubieras metido la mirada hacia dentro y me devolvieras dos piedras muertas. Mientras tanto, a mi figura, difuminada y perdida en aquellas piedras, la asaltaba una angustia de hormigas. Con tranquilidad meridiana, como si me hubieras parido, terciaste con calma, a la vez que acariciabas con la mano mi muslo, “No ocurre nada malo. Sólo quiero hablarte. Aquí sentada.”  Así de sencillo señores, la magia hay que saber hacerla.


-Ya. Ya lo sé.- acerté a decir reuniendo esfuerzos para sonar seguro. Uno siempre dice esto para sonar seguro en los momentos en que no quiere saber nada.- Te escucho.

-¿Te gusta el verano?- preguntaste muy seria, como si de ello dependiera la vida de algún cachorro. Era una excentricidad caracterísitca tuya la de hacer preguntas así de triviales en estas situaciones.

- Claro, ¿a quién, no?

- ¿Y también te gusta el otoño?- continuaste, mientras moldeabas bolas con la arena húmeda.- ¿O sólo te gusta el verano?

- Prefiero el verano, aunque el otoño también me gusta bastante. ¿Qué me dices de tí?

- He estado pensando. No sé si sabes que yo te quiero…- a bocajarro. El sol debió de escucharte también porque se desentendió de nosotros y se metió en su garita.- Te quiero, pero el otoño me da miedo. Mataría porque fueras parecido a un árbol en otoño, para que tus finas hojas cayeran sobre mí en un suspiro quedo, rozándome en su caída, energizándome los pasos para que mis huellas no se borren en mucho mucho tiempo. Claro, que también debemos hacerlo al revés, también necesito que camines tras de mí, paciente, recogiendo con cuidado las hojas que abandono detrás, para tener materia hojosa con que abrigarme de amor en la siguiente estación. Creo que el equilibrio estará en saber cambiarse los papeles de tanto en cuando, en las estaciones que prefiramos. ¿Harás eso por mí? ¿Podremos jugar a ser árboles y jardineros? Si no, lo entendería, pero necesito…

- Sí. Creo que podremos.- la interrumpí sin poder o saber decir más. Todas las palabras empujaban a la vez por una garganta demasiado estrecha.

Unos minutos larguísimos de silencio se expandieron lentamente sobre la escena. Pensé que eran los minutos más largos de una vida, como si vinieran del espacio desde el reloj de algún astronauta ruso. Justo estaba pensando en cuánto más largos son los minutos en el espacio cuando me apretaste fuerte la mano.

- ¿Dos tipos de personas? ¡Qué cosas tan extrañas se te ocurren!

Nunca antes la vi reír con tanta fuerza.
Su carcajada engulló
los sismógrafos,
los ríos, los patos,
los limones, los campos en fruto.
Y, aunque no pudimos acampar,
sí que hicimos el amor
y sentí,
toda la sangre del mundo
bañando las raíces,
de un árbol de otoño.

1 comentario:

  1. Qué don de la palabra precisa para contar historias sobrecogedoras tienes, Ignacio. Un don de lamentablemente escasa abundancia y, por tanto, de valor incalculable en fortuitos casos como el tuyo. Haces muy bien en cultivarlo.

    Da gusto leer por cuarta o quinta vez tus textos.

    ¡Enhorabuena y ánimo, compañero!

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