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martes, 27 de noviembre de 2012

un día cualquiera


Esta mañana el calendario ha empezado a joderme, así que he salido a la calle a dar una vuelta para airearme. No tenía nada que hacer en especial pero sí muchas cosas no especiales por hacer. Noviembre en el calendario, septiembre en el mercurio. Algo jodido estamos haciendo con el planeta, desde luego, pero un día cojonudo. ¿Gafas de sol y chaqueta de entretiempo? Qué gozada de tiempo. Incluso me han entrado ganas de ser fumador. Encenderme uno y fumármelo tranquilamente. Sin el puto sol haciéndome sudar los pecados desde la primera comunión ni el frío húmedo encharcándome los huesos. Un piti tranquilo y dedicado, con receso entre calada y calada, como una obra de teatro. 

Siento dentro que mis días en esta ciudad se van deshojando. No es que me dé pena, pero he vivido tanto en estas calles que se me hace extraño desear aprender otras, desear poblar a otras, apreciar el almizcle de sensaciones que viene de la mano de la novedad, imbuirse de cambio. Como acostarse con una mujer nueva, vaya. Levanto la cabeza hacia el sol, qué sensación de grandeza. Todos ellos deben de saber que no tengo límite, y si no ya estoy yo aquí para decírselo.


Como no fumo me da por andar un rato. Voy a la plaza, que de momento es gratis. Está atestada de palomas y de gente. Por aquí hay de todo. Algunos tienen cara de cosmopolita y otros de rancio. Los primeros hacen palmitas porque la orla del cole la firme Benetton, los segundos piensan que crisol de culturas significa que el transporte público huele “fuerte”. Vamos, España. 

Pasan chicas bonitas y chicas simpáticas. No existe nada más desangelado que una chica simpática andando por una ciudad. Ni se os ocurra llamarlas así. Sólo existe una cosa más cruel que decir que una chica es simpática y es decir que es un encanto. En este mundo los gorditos y los feos tienen oportunidades, las gorditas y las feas bastantes menos. Es así. Ellas son malas en un sentido estricto, pero sancionan y excluyen infinitamente menos por este tipo de cosas. Nosotros lo hacemos continuamente, incluso los gorditos o los feos. 

En un banco una parejita adolescente sacándose brillo. Joder. Eso es algo que no debería perderse nunca. Los cincuentones tendrían que quedar a darse el lote y asobinarse en los bancos. <<No, es que la gente madura.>> ¿Maduras o te rindes? No lo tengo claro. 


Muchos de los jóvenes están marcados por tatuajes y muchos viejitos están marcados por arrugas finas y simétricas, como planeadas por la vida. Alguien debería aprender a leer esas líneas, las de la mano ya sabe cualquiera. También hay un chico sentado en un banco con una maleta con candado. Parece algo estúpido porque si le roban la maleta le abren el candado, pero le hace sentir seguro, como las pegatinas de las empresas de alarmas o pensar en positivo. Veo cantidad de sombreros, y de cámaras y de escotes y de barbas. Un día voy a traerme una cámara para fotografiar escotes o viejos con caras surcadas de rayas o jóvenes con tatuajes o gente con sus sombreros y sus barbas. En realidad nunca he sabido hacer fotos ni me interesa como para ponerme a aprender.


Un hombre recién desahuciado (licencia poética, es posible que lleve años en la calle) busca una pausa y rebusca en la basura. Y luego en la siguiente. Cerca de él, bolsas y bolsas, y brazos cansados de llevar bolsas y bolsas. Tanto tiramos que no encuentra nada. Esto también está lleno de niños tan rápidos como palomas, pero vacunados. No paran de correr de un lado a otro, andan siempre casi cayéndose, casi en la herida y la Mercromina. Adoraba exagerarme los raspones llenándolos de Mercromina. Rojo de batalla. Seguro que un día dejan de correr y se hacen viejos. Incluso antes de que eso llegue desearán ser mayores. Todos a veces deseamos ser lo que no somos, menos los veinteañeros, que somos exactamente lo que deseamos. Yo odio hacerme viejo, me parece bochornoso, ¿pero qué podría hacer sino? Uno se da cuenta de estas cosas cuando se sienta en una plaza, así que me voy a ir ya, que además se me está durmiendo el culo.

Y cruzo sin mirar y casi me pilla un autobús de turistas de esos trasatlánticos. Desde el piso de arriba se asoman muchos de ellos para mirarme, algunos hasta se quitan las gafas. Casi son partícipes de mi muerte,  casi cortan el pino de la caja, pero mañana se les olvida seguro, porque son humanos. El autobús me pita, vaya si me pita, y yo miro al conductor gesticular. <<¿Qué quieres que te diga, macho? No he mirado. Lo siento, no he mirado.>> Y gesticula aún un poco más. <<Joder, no he mirado. ¿Qué quieres que te diga, macho? No he mirado. No he mirado.>>


Por fin termino de cruzar. Llego a salvo a la otra acera, seguro de que estoy algo más seguro. Y en un rato se me olvida seguro, porque soy humano. Y las cosas siguen su propio curso, con las plazas y los niños y todo lo demás. Gente anónima envejeciendo de forma anónima. Renovándose constantemente para ocupar los mismos lugares. Yo odio hacerme viejo, me parece bochornoso, pero tampoco quiero acabar bajo las ruedas de un jodido Touribús. No sé, es complicado.

Vuelvo a casa. Todo como lo dejé. El calendario parado, jodiendo. Pocos días.Pero la vida sigue, tal como siguen las cosas que no tienen mucho sentido. ¿No cantaba eso Sabina? Pues lo que yo os diga, bochornoso. 

martes, 20 de noviembre de 2012

Teresa

Los días en que íbamos al parque solíamos volver agotados a casa. Hacíamos merienda cena, algo rápido, y nos tendíamos en el sofá beige del salón. Dejábamos las luces apagadas como costumbre, o porque tú lo querías así, y abríamos de par en par las cortinas que dan al porche. El día que me viene a la mente no había hecho bueno, era una tarde gris del norte. La luz que entraba desde el jardín era difusa y tenue, suficiente para ver las motas de polvo a trasluz que tanto te inquietaban, y poco más. Normalmente te recostabas sobre mí pecho  con los pies apoyados en el respaldo del sofá.  Aquella era una postura incomodísima pero la que más te gustaba. Todo el tiempo tenía que cruzar mi brazo derecho desde tu cintura a tu hombro izquierdo para afianzar tu equilibrio con el mío.
Parloteabas sin cesar. Parecía que llevaras toda el día sin hablar y escogieses ese preciso momento, cuando tenía las baterías a cero, para contármelo todo. Pienso que tenías miedo de cerrar los ojos y que se te fueran a olvidar las palabras. Necesitabas sacarlas antes para no perderlas. En eso nos parecemos mucho. Aquella tarde yo estaba especialmente ausente y tú especialmente cotorra.

Indignada ante mis reiteradas faltas de atención, giraste sobre ti misma aparatosamente e incorporada con las manos en mi pecho y vestida con unos morros de enfado monumental dijiste <<quieres que te lo explique o no, porque si no me vas a escuchar no te lo cuento>>. Contesté que claro que pensaba escucharte, que adelante. Convencida a medias, te recostaste de nuevo y tu boca quedó a la altura del final de mi cuello. En una vocecita deliberadamente más baja de lo normal para dificultar que la escuchara, comenzaste a contarme una historia. Estaba cansado y me costaba concentrarme. El mero soplidito de aire que acompañaba tu discurso y me cosquilleaba la piel, era suficiente para distraerme de cuanto decías. Terminaste y volviste rápidamente a la postura anterior, al mismo gesto enfadado. No me has escuchado, por supuesto que sí, mentí, a ver, qué te he contado, cómo me voy a acordar de todo lo que me has contado, ha sido larguísimo, no puedo acordarme de todo.
Te divertía el hecho de enfadarte conmigo. Siempre tratabas de incorporarte completamente para irte del sofá sólo para que te atrajera hacia mí, agarrándote por los brazos. Cuando estábamos en el cénit de nuestros forcejeos me gustaba deslizar la mano por un lado y apretarte una nalga. << ¡Au! >> Ahora sí que te enfadabas. Gritabas que no te apretara el culo, que qué era eso de apretarte el culo, y encima fuerte. Siempre estás igual te contestaba. Si el mundo es de todos y yo soy parte de ese todo, me corresponde un trozo. Quién te dice que esa nalga no pueda ser mía y tú ni saberlo. <<Pero y cómo se puede saberse eso>>, preguntabas. Estabas deliciosa con esa cara de resignación, tan intrigada con la posibilidad de que aquello fuera cierto. << Aah! >>
[…]