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martes, 20 de noviembre de 2012

Teresa

Los días en que íbamos al parque solíamos volver agotados a casa. Hacíamos merienda cena, algo rápido, y nos tendíamos en el sofá beige del salón. Dejábamos las luces apagadas como costumbre, o porque tú lo querías así, y abríamos de par en par las cortinas que dan al porche. El día que me viene a la mente no había hecho bueno, era una tarde gris del norte. La luz que entraba desde el jardín era difusa y tenue, suficiente para ver las motas de polvo a trasluz que tanto te inquietaban, y poco más. Normalmente te recostabas sobre mí pecho  con los pies apoyados en el respaldo del sofá.  Aquella era una postura incomodísima pero la que más te gustaba. Todo el tiempo tenía que cruzar mi brazo derecho desde tu cintura a tu hombro izquierdo para afianzar tu equilibrio con el mío.
Parloteabas sin cesar. Parecía que llevaras toda el día sin hablar y escogieses ese preciso momento, cuando tenía las baterías a cero, para contármelo todo. Pienso que tenías miedo de cerrar los ojos y que se te fueran a olvidar las palabras. Necesitabas sacarlas antes para no perderlas. En eso nos parecemos mucho. Aquella tarde yo estaba especialmente ausente y tú especialmente cotorra.

Indignada ante mis reiteradas faltas de atención, giraste sobre ti misma aparatosamente e incorporada con las manos en mi pecho y vestida con unos morros de enfado monumental dijiste <<quieres que te lo explique o no, porque si no me vas a escuchar no te lo cuento>>. Contesté que claro que pensaba escucharte, que adelante. Convencida a medias, te recostaste de nuevo y tu boca quedó a la altura del final de mi cuello. En una vocecita deliberadamente más baja de lo normal para dificultar que la escuchara, comenzaste a contarme una historia. Estaba cansado y me costaba concentrarme. El mero soplidito de aire que acompañaba tu discurso y me cosquilleaba la piel, era suficiente para distraerme de cuanto decías. Terminaste y volviste rápidamente a la postura anterior, al mismo gesto enfadado. No me has escuchado, por supuesto que sí, mentí, a ver, qué te he contado, cómo me voy a acordar de todo lo que me has contado, ha sido larguísimo, no puedo acordarme de todo.
Te divertía el hecho de enfadarte conmigo. Siempre tratabas de incorporarte completamente para irte del sofá sólo para que te atrajera hacia mí, agarrándote por los brazos. Cuando estábamos en el cénit de nuestros forcejeos me gustaba deslizar la mano por un lado y apretarte una nalga. << ¡Au! >> Ahora sí que te enfadabas. Gritabas que no te apretara el culo, que qué era eso de apretarte el culo, y encima fuerte. Siempre estás igual te contestaba. Si el mundo es de todos y yo soy parte de ese todo, me corresponde un trozo. Quién te dice que esa nalga no pueda ser mía y tú ni saberlo. <<Pero y cómo se puede saberse eso>>, preguntabas. Estabas deliciosa con esa cara de resignación, tan intrigada con la posibilidad de que aquello fuera cierto. << Aah! >>
[…]

Afuera comenzó a llover suave pero insistentemente, como si la lluvia abrazara los árboles y las casas, como si una madre tierna y dedicada los lavara concienzudamente preparándolos para el nuevo día. Desabrochaste mi camisa y apartaste tu pelo para inspeccionar el lugar de donde surgían aquellos latidos y colocar la oreja encima. <<Es el corazón, ¿a que si?>> Escuchabas atenta, con la cabeza hundida en mi pecho. Un día me sorprendiste contándome que en esos momentos comprobabas sí existía el modo de ponerte en fase conmigo, de hacer coincidir esos latidos con los tuyos. Esas cosas que se te ocurrían a veces, no sé, en cierta forma me hacían temer lo rápido que crecías.
No te lo dije porque no lo hubieras entendido entonces, pero yo en aquellos momentos me sentía como debe de hacerlo una madre después de parir. Compartíamos un vínculo tan íntimo, me notaba tan próximo a ti, que la limitación física era testimonial. La sola existencia de un lugar para sentirse tan en paz me extrañaba. Ningún amor me condujo antes hacia algo similar. Más que un viaje era un vaciado, un ejercicio de iniciación a lo humano y también una desertización blanca de los caminos previos hacia el amor. Esa tranquilidad. La incorporación de esa emoción, tan inadvertida e inexplicablemente, a lo que yo consideraba natural. Un sentir diametralmente opuesto al estatismo, una integración tan pura en el ritmo de la naturaleza. Esa tranquilidad vivida con esa intensidad, contigo, era algo demencial. Y en esa especie de brecha angosta, sentía la presión y el calor de tu cara contra mi pecho, el aleteo de tus pestañas, el movimiento de unos cabellos desplazados de improviso hacia mi vientre, o cualquier otra cosa, manando con una sensibilidad totalmente nueva en mí.
La existencia de una criatura tan delicada y tan nueva, tan desprovista de dobleces. Maniobrando con gestos imprecisos, sirviéndose de un lenguaje aún tambaleante. Un ser con un pecho tan liso y unos contornos de una desnudez tan cándida. Los labios finos y estrechos, ojos y pelo azabaches, unos mofletes rosados como albaricoques. La existencia de una criatura tan inconsciente del misterio que entraña pero, a la vez, tan pendiente de los mechones intranquilos que escapan de su peinado, era maravillosa. Esa coquetería tan inocente. Como su madre.
Así nos encontraba ella tantas veces al llegar tarde de alguna reunión en la redacción, alguna entrega de última hora y cosas parecidas. Enganchados en una sola figura, escondidos en esa brecha, en esos latidos. Tras observarnos unos segundos te recogía y te llevaba, cruzando todo el pasillo y con los miembros inertes descolgados por todas partes, hasta la cama.Y yo, al darme cuenta de golpe de que ya no estabas, giraba sobre mí mismo una y otra vez, buscando la comodidad. Parecía inalcanzable. Entonces me sentía completamente solo, tanto como si acabara de nacer. Pensaba que mis pequeños brazos nunca serían suficientes para salvar el espacio que me separaba de los demás, que no conseguirían traer nada de vuelta a esta soledad tan feroz. Giraba y giraba, con una náusea rugiendo en mi interior. Nadie podría querer a un ser tan desgastado y tan baldío, tan seco y tan extraño, tan solamente humano.  Desolado e inconsolable, como si acabara de nacer, me levantaba para ir a la cocina. Besaba por inercia a tu madre, seguramente agotada también, y bebía agua para calmar la angustia. Ese puede que fuera mi error más grave, la incapacidad para hacerla partícipe de aquellas náuseas que a ratos se instalaban en mí. O tantos besos por inercia. 
Sólo deseaba llegar al cuarto y desplomarme en la cama, que con suerte me venciera un sueño amniótico. Pero antes pasaba por el tuyo, para mirarte. Aquel día te observé como nunca antes, enajenado. Allí apoyado al borde de tu cama, me invadió una sensibilidad frágil y fronteriza, entre conmovida y dolorida, pero extrañamente reconfortante. Lo pienso ahora y me imagino exactamente así, fuera de mí. Si fuese capaz tan sólo de describir la energía que me llenaba el pecho mientras te miraba deshacerte en sueño, lo que me conmovió mirarte mientras buscabas refugio en él. Los ojos me escocían de hacerlo tan fijamente. Qué criatura tan vulnerable y graciosa, qué respiración tan inquieta por momentos. Qué sueños estarás soñando. Entonces despertaste.
- Aún tengo cosas que contarte papá…
- Lo sé. Mañana podrás contármelas, enana.
- Pero mañana no las recordaré todas.
- Sí lo harás, te lo prometo.

Mi trozo de mundo bien pudieras ser tú, Teresa.

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