Los días en que íbamos al parque solíamos volver agotados a
casa. Hacíamos merienda cena, algo rápido, y nos tendíamos en el sofá beige del
salón. Dejábamos las luces apagadas como costumbre, o porque tú lo querías así,
y abríamos de par en par las cortinas que dan al porche. El día que me viene a
la mente no había hecho bueno, era una tarde gris del norte. La luz que entraba
desde el jardín era difusa y tenue, suficiente para ver las motas de polvo a
trasluz que tanto te inquietaban, y poco más. Normalmente te recostabas sobre
mí pecho con los pies apoyados en el respaldo del sofá. Aquella era una
postura incomodísima pero la que más te gustaba. Todo el tiempo tenía que
cruzar mi brazo derecho desde tu cintura a tu hombro izquierdo para afianzar tu
equilibrio con el mío.
Parloteabas sin cesar. Parecía que llevaras toda el día sin
hablar y escogieses ese preciso momento, cuando tenía las baterías a cero, para
contármelo todo. Pienso que tenías miedo de cerrar los ojos y que se te fueran
a olvidar las palabras. Necesitabas sacarlas antes para no perderlas. En eso
nos parecemos mucho. Aquella tarde yo estaba especialmente ausente y tú
especialmente cotorra.
Indignada ante mis reiteradas faltas de atención, giraste sobre ti misma aparatosamente e incorporada con las manos en mi pecho y vestida con unos morros de enfado monumental dijiste <<quieres que te lo explique o no, porque si no me vas a escuchar no te lo cuento>>. Contesté que claro que pensaba escucharte, que adelante. Convencida a medias, te recostaste de nuevo y tu boca quedó a la altura del final de mi cuello. En una vocecita deliberadamente más baja de lo normal para dificultar que la escuchara, comenzaste a contarme una historia. Estaba cansado y me costaba concentrarme. El mero soplidito de aire que acompañaba tu discurso y me cosquilleaba la piel, era suficiente para distraerme de cuanto decías. Terminaste y volviste rápidamente a la postura anterior, al mismo gesto enfadado. No me has escuchado, por supuesto que sí, mentí, a ver, qué te he contado, cómo me voy a acordar de todo lo que me has contado, ha sido larguísimo, no puedo acordarme de todo.
Indignada ante mis reiteradas faltas de atención, giraste sobre ti misma aparatosamente e incorporada con las manos en mi pecho y vestida con unos morros de enfado monumental dijiste <<quieres que te lo explique o no, porque si no me vas a escuchar no te lo cuento>>. Contesté que claro que pensaba escucharte, que adelante. Convencida a medias, te recostaste de nuevo y tu boca quedó a la altura del final de mi cuello. En una vocecita deliberadamente más baja de lo normal para dificultar que la escuchara, comenzaste a contarme una historia. Estaba cansado y me costaba concentrarme. El mero soplidito de aire que acompañaba tu discurso y me cosquilleaba la piel, era suficiente para distraerme de cuanto decías. Terminaste y volviste rápidamente a la postura anterior, al mismo gesto enfadado. No me has escuchado, por supuesto que sí, mentí, a ver, qué te he contado, cómo me voy a acordar de todo lo que me has contado, ha sido larguísimo, no puedo acordarme de todo.
Te divertía el hecho de enfadarte conmigo. Siempre tratabas
de incorporarte completamente para irte del sofá sólo para que te atrajera
hacia mí, agarrándote por los brazos. Cuando estábamos en el cénit de nuestros
forcejeos me gustaba deslizar la mano por un lado y apretarte una nalga.
<< ¡Au! >> Ahora sí que te enfadabas. Gritabas que no te apretara
el culo, que qué era eso de apretarte el culo, y encima fuerte. Siempre estás
igual te contestaba. Si el mundo es de todos y yo soy parte de ese todo, me
corresponde un trozo. Quién te dice que esa nalga no pueda ser mía y tú ni
saberlo. <<Pero y cómo se puede saberse eso>>,
preguntabas. Estabas deliciosa con esa cara de resignación, tan intrigada con
la posibilidad de que aquello fuera cierto. << Aah! >>
[…]
Afuera comenzó a llover suave pero insistentemente, como si
la lluvia abrazara los árboles y las casas, como si una madre tierna y dedicada
los lavara concienzudamente preparándolos para el nuevo día. Desabrochaste mi
camisa y apartaste tu pelo para inspeccionar el lugar de donde surgían aquellos
latidos y colocar la oreja encima. <<Es el corazón, ¿a que si?>>
Escuchabas atenta, con la cabeza hundida en mi pecho. Un día me sorprendiste
contándome que en esos momentos comprobabas sí existía el modo de ponerte en
fase conmigo, de hacer coincidir esos latidos con los tuyos. Esas cosas que se
te ocurrían a veces, no sé, en cierta forma me hacían temer lo rápido que
crecías.
No te lo dije porque no lo hubieras entendido entonces, pero
yo en aquellos momentos me sentía como debe de hacerlo una madre después de
parir. Compartíamos un vínculo tan íntimo, me notaba tan próximo a ti, que la
limitación física era testimonial. La sola existencia de un lugar para sentirse
tan en paz me extrañaba. Ningún amor me condujo antes hacia algo similar. Más
que un viaje era un vaciado, un ejercicio de iniciación a lo humano y también
una desertización blanca de los caminos previos hacia el amor. Esa
tranquilidad. La incorporación de esa emoción, tan inadvertida e
inexplicablemente, a lo que yo consideraba natural. Un sentir diametralmente
opuesto al estatismo, una integración tan pura en el ritmo de la naturaleza.
Esa tranquilidad vivida con esa intensidad, contigo, era algo demencial. Y en
esa especie de brecha angosta, sentía la presión y el calor de tu cara contra
mi pecho, el aleteo de tus pestañas, el movimiento de unos cabellos desplazados
de improviso hacia mi vientre, o cualquier otra cosa, manando con una
sensibilidad totalmente nueva en mí.
La existencia de una criatura tan delicada y tan nueva, tan
desprovista de dobleces. Maniobrando con gestos imprecisos, sirviéndose de un
lenguaje aún tambaleante. Un ser con un pecho tan liso y unos contornos de una
desnudez tan cándida. Los labios finos y estrechos, ojos y pelo azabaches, unos
mofletes rosados como albaricoques. La existencia de una criatura tan
inconsciente del misterio que entraña pero, a la vez, tan pendiente de los
mechones intranquilos que escapan de su peinado, era maravillosa. Esa
coquetería tan inocente. Como su madre.
Así nos encontraba ella tantas veces al llegar tarde de
alguna reunión en la redacción, alguna entrega de última hora y cosas
parecidas. Enganchados en una sola figura, escondidos en esa brecha, en esos
latidos. Tras observarnos unos segundos te recogía y te llevaba, cruzando todo
el pasillo y con los miembros inertes descolgados por todas partes, hasta la
cama.Y yo, al darme cuenta de golpe de que ya no estabas, giraba sobre mí mismo
una y otra vez, buscando la comodidad. Parecía inalcanzable. Entonces me sentía
completamente solo, tanto como si acabara de nacer. Pensaba que mis pequeños
brazos nunca serían suficientes para salvar el espacio que me separaba de los
demás, que no conseguirían traer nada de vuelta a esta soledad tan feroz.
Giraba y giraba, con una náusea rugiendo en mi interior. Nadie podría querer a
un ser tan desgastado y tan baldío, tan seco y tan extraño, tan solamente
humano. Desolado e inconsolable, como si acabara de nacer, me levantaba
para ir a la cocina. Besaba por inercia a tu madre, seguramente agotada
también, y bebía agua para calmar la angustia. Ese puede que fuera mi error más
grave, la incapacidad para hacerla partícipe de aquellas náuseas que a ratos se
instalaban en mí. O tantos besos por inercia.
Sólo deseaba llegar al cuarto y desplomarme en la cama, que
con suerte me venciera un sueño amniótico. Pero antes pasaba por el tuyo, para
mirarte. Aquel día te observé como nunca antes, enajenado. Allí apoyado al
borde de tu cama, me invadió una sensibilidad frágil y fronteriza, entre
conmovida y dolorida, pero extrañamente reconfortante. Lo pienso ahora y me
imagino exactamente así, fuera de mí. Si fuese capaz tan sólo de describir la
energía que me llenaba el pecho mientras te miraba deshacerte en sueño, lo que
me conmovió mirarte mientras buscabas refugio en él. Los ojos me escocían de
hacerlo tan fijamente. Qué criatura tan vulnerable y graciosa, qué respiración
tan inquieta por momentos. Qué sueños estarás soñando. Entonces despertaste.
- Aún tengo cosas que contarte papá…
- Lo sé. Mañana podrás contármelas, enana.
- Pero mañana no las recordaré todas.
- Sí lo harás, te lo prometo.
Mi trozo de mundo bien pudieras ser tú, Teresa.
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