Cada una de sus visitas a mi
casa del río comenzaba con el mismo ritual a lo Dorian Gray. Llegaba, lanzaba
su bolsa de viaje sobre el sofá y encendía el equipo de música. 360 Degrees of Billy Paul (1972), track número 4. Entonces se
quitaba el vestido y andaba frente al antiguo espejo de pie.
La mayoría no sacamos partido
al espejo, le damos el trato rudimentario del rupestre al charco. Sin embargo,
en todas las suertes se dan artistas y ella lo era. La brecha entre el currante
y el artista, huelga decirlo, es el duende.
Desplazaba sus braguitas arriba
y abajo, las metía entre las nalgas y coqueteaba con ellas. Las subía
lentamente para luego sacarlas con sus dos dedos índices apuntándose el uno al
otro, las hacía pivotar en los huesos que le sobresalían de la cadera, con
ligeros contoneos a un lado y a otro.
La habían fabricado sexy, así
que con total seguridad los dos salientes que sobresalían de sus caderas
encajaban en los dos pedacitos que le faltaban en los hoyuelos de Venus.
Arremolinaba su pelo castaño en un moño y lo soltaba en una sacudida, manejaba
ese ramillete de tirabuzones de una forma deliciosa.
¿Qué puedo decir? Se encantaba.
Lo sabía y se encantaba. Era un acto de pura vanidad, de ahí lo de Dorian. Todo
el mundo sabe que los hombres tenemos ojos y las mujeres oídos, así que aquello
era fantástico. Un disfrute que no se podía explicar es ahora complicado de
describir.
A ratos lanzaba miradas tan
imponentes y fijas desde el espejo que desarmaban la propia, impidiendo
sostenerla, obligando a que buscara –nervioso- algún otro destino a mis ojos y
mis manos.
“Deja de mirarme así, guarro”.
Un no que es un sí y que sabe a gloria.
Sólo después de que la canción
hubiera terminado salía a la terraza a mirar los patos que habitaban a
temporadas en la orilla.
-¿Lo de siempre, señorita?
-Lo de siempre, caballero.
[...]
Continuábamos con la misma
dinámica desde hacía años. Ella llegaba con su bolsa y yo le abría la puerta.
Lo mismo venía de una pelea con sus padres que de dejar a su último novio que
de nada en especial. Lo mismo venia semanalmente que semestralmente. Huía hacia
donde sabía que no existían las preguntas.
Era arrolladora, entraba en las
vidas removiéndolo todo, tocándolo todo, dejándolo todo atrás. Entregaba tanto
pero por tan poco tiempo que tenía en las personas el efecto desolador de un
sol que brilla en plenitud sobre ellas, sucedido por el abandono y el frío
cuando desaparece.
Conseguía mantenerse en un
nivel de optimismo que rayaba en lo desagradable para los demás, con mayor
motivo en un país en que, como norma general, la alegría de uno es la alergia
del vecino.
Sin embargo ese brillo
constante era su burka. Nadie sospechaba la indefensión que escondía debajo,
salvo yo. La chica de la sonrisa boreal pagaba peaje por el mantenimiento.
Estoy convencido de que parte de esa volatilidad tan suya provenía de la
incongruencia soberana entre su relación consigo misma y su proyección a los
demás, algo que le hacía aún más confuso identificar lo que sentía y a razón de
qué.
Lo que más apreciábamos de
nuestra historia era la inexistencia de las dobles preguntas. <<-¿Estás
bien? -Sí>> Si es si, no es no. La primera derrota de una relación
comienza en el lenguaje.
La única ley era crear un
espacio libre, una terapia al mundo en la que compartirnos el uno al otro a
partir de la información que cada uno deseaba aportar, permitiendo que no sólo
estuviéramos, sino que fuéramos en aquella casa refugio. De ahí que el dónde y
el por qué viniera en esta o aquella ocasión me fuera indiferente, salvo que
ella quisiera compartirlo conmigo.
Aquello me obligo a convertirme
en un experto del lenguaje no verbal, descontando el hándicap de ser hombre.
Esa entrega de mensajes vagos e imprecisos que obliga a afinar hasta el indicio
para extraer la interpretación adecuada, a leer aquello que aflora en las
grietas de los lenguajes.
Es el efecto que tienen ciertas
personas. Te llevan a tomar ciertas costumbres y abandonar otras, y a volver a
perder las primeras si existen buenas razones.
Además, ella tenía la habilidad
de terminar sabiéndolo casi todo de mí. Durante una época le dio por repetirme
que yo era como Tony Soprano, secretamente aspirando
a convertirme en Gary Cooper, el tipo fuerte y silencioso; pero
terminaba siempre en los oídos de ella, la versión mejorada de la doctora
Melfi.
Tal vez se diera esta situación
entre nosotros por dos motivos. Uno: vivir en la indefinición tiene sus
ventajas, éramos lo que deseábamos sin ser nada con nombre. Dos: el grado de
tolerancia a la incertidumbre es inversamente proporcional a la edad del
sujeto, especialmente en algunas mujeres.
Te fuiste a vivir fuera, a una
especie de internado. Recuerdo que fue en Dublín porque en una ocasión enviaste
una postal del castillo. Escribiste que nos echabas de menos a mí y a “nuestra”
casa, que tenías ganas de volver para vernos y hacer planes.
Muchas chicas quieren dar esa
sensación de alocadas, de estar solamente en el presente, como un Rolling
Stone, pero lo cierto es que están haciendo planes de todo tipo continuamente. Planes que
comunican o no según diversas circunstancias, pero que, cuando menos, imaginan.
Aquello era extraño en ti.
Volviste cambiada y el ambiente
comenzó a enrarecerse. Por primera vez avisabas antes, por primera vez
discutíamos, por primera vez deslizabas dobles sentidos y preguntas (nada)
retóricas al aire, como: ¿qué somos?; o como: ¿hacia dónde vamos?
Probablemente << ¿Pero
qué coño? Nosotros. Hacia donde siempre, el uno hacia el otro. >> hubiera
sido una respuesta cojonuda. Por descontado, aquella no fue la respuesta. A uno
como norma general,le visita la elocuencia a posteriori, mientras espera a que
salten las tostadas, por ejemplo. Pocas veces se da la coincidencia precisa
entre un estímulo importante y la respuesta adecuada: el letargo del instinto.
Como consecuencia se es y se va retrasado muchas veces en la vida.
Yo no había planeado aquel
escenario, no traía nada a la mesa; y sucede que “quien calla, otorga”,
especialmente si es para cagarla. Incapaces de encontrarle acomodo dentro de tu
nuevo diseño de propuesta vital, nuestro “nuestro” se deshilachó con la
facilidad con la que se había tejido. Lo que siguió prefiero no contarlo. Lo
intentamos y nos perdimos. El amor que nace en una especie no puede
transformarse en otra.
El caso es que volviste a
marcharte a Dublín, aunque esta vez en lugar de postal dejaste una carta de
despedida en el buzón. Una brillante idea considerando que nunca tuve llave. La
encontré pasados unos meses cuando rebuscaba entre unos papeles, después de que
alguien la subiera a casa.
Todo cuanto leí tenía sentido.
Comprendí tus motivos, tus necesidades y también tus nuevas inquietudes, las
razones para no volver a aparecer. Al menos por un tiempo, vivimos ajenos
a la categorización social del amor. Esas inconscientes presiones sociales que
suelen reducirlo a unidades que llaman pasos, como si quererse a granel fuera
vulgar o se tuvieran que cumplir ciertos requisitos para acceder a ciertos
niveles tipificados. ¿Qué quieres que te diga? No estaba dispuesto a que no
querer comer con el imbécil de tu hermano los domingos supusiera cualquier tipo
de discusión.
Leí la carta por segunda vez
una semana después. Escogiste un género que no dominabas como solución a la
siempre engorrosa despedida, así que esta vez lo hice corrigiendo en rojo los
errores gramaticales y proponiendo al margen las modificaciones que consideraba
adecuadas. Supongo que ante el adiós existe el despecho o la frivolidad.
Necesitaba sellos, otra especie
en extinción, pensé. Creí recordar que mi padre los coleccionaba, así que
revolví media casa hasta encontrar el álbum tapizado del altillo. No fue hasta
el momento en que mi lengua lamía lo que debía ser el culo figurativo de una
lechuza de 100 pesetas que me di cuenta de que no tenía adónde enviar la carta.
Tras unos minutos decidí
conducir hasta el pueblo y tirar la carta al buzón, sin remitente ni
destinatario. Que se ocuparan los de correos de extraviar tus confesiones. No
estaba por la labor de reencontrar la jodida carta meses, incluso años después
y correr el riesgo de ponerme blando.
A fin de cuentas, en el mejor
de los casos puedes remover las cenizas, darles vueltas con un palo, mirarlas
así o asá, pero nunca devolverlas a su forma original. Y si no se aprovechaste
el fuego…pues te jodes.
PD. También me deshice del
espejo. Lo dejé al lado del contenedor una noche y no duró más que unas horas.
Ya no servía para nada.
Chapeau, maestro. Un inicio caliente como el verano, la previsible deriva, y un par de hallazgos memorables (la elocuencia que aparece cuando saltan las tostadas, la carta sin destinatario ni remite). Si no supiera la respuesta, me preguntaría cómo diablos alguien que nació cuando ya no existía el muro de Berlín puede conocer Mr. and Mrs.Jones. Lástima que ya no exista el espejo.
ResponderEliminarSiempre un placer leer tus comentarios Klaatu! Gracias y que sigan llegando. Es posible que cuando yo estuviera naciendo aún estuvieran con los escombros, pero los clásicos perduran y sobreviven cualquier muro.
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