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jueves, 18 de septiembre de 2014

since the ducks left

Cada una de sus visitas a mi casa del río comenzaba con el mismo ritual a lo Dorian Gray. Llegaba, lanzaba su bolsa de viaje sobre el sofá y encendía el equipo de música. 360 Degrees of Billy Paul (1972), track número 4. Entonces se quitaba el vestido y andaba frente al antiguo espejo de pie.

La mayoría no sacamos partido al espejo, le damos el trato rudimentario del rupestre al charco. Sin embargo, en todas las suertes se dan artistas y ella lo era. La brecha entre el currante y el artista, huelga decirlo, es el duende.

Desplazaba sus braguitas arriba y abajo, las metía entre las nalgas y coqueteaba con ellas. Las subía lentamente para luego sacarlas con sus dos dedos índices apuntándose el uno al otro, las hacía pivotar en los huesos que le sobresalían de la cadera, con ligeros contoneos a un lado y a otro.

La habían fabricado sexy, así que con total seguridad los dos salientes que sobresalían de sus caderas encajaban en los dos pedacitos que le faltaban en los hoyuelos de Venus. Arremolinaba su pelo castaño en un moño y lo soltaba en una sacudida, manejaba ese ramillete de tirabuzones de una forma deliciosa.

¿Qué puedo decir? Se encantaba. Lo sabía y se encantaba. Era un acto de pura vanidad, de ahí lo de Dorian. Todo el mundo sabe que los hombres tenemos ojos y las mujeres oídos, así que aquello era fantástico. Un disfrute que no se podía explicar es ahora complicado de describir.

A ratos lanzaba miradas tan imponentes y fijas desde el espejo que desarmaban la propia, impidiendo sostenerla, obligando a que buscara –nervioso- algún otro destino a mis ojos y mis manos.

“Deja de mirarme así, guarro”. Un no que es un sí y que sabe a gloria.

Sólo después de que la canción hubiera terminado salía a la terraza a mirar los patos que habitaban a temporadas en la orilla.

-¿Lo de siempre, señorita?

-Lo de siempre, caballero.

[...]


Continuábamos con la misma dinámica desde hacía años. Ella llegaba con su bolsa y yo le abría la puerta. Lo mismo venía de una pelea con sus padres que de dejar a su último novio que de nada en especial. Lo mismo venia semanalmente que semestralmente. Huía hacia donde sabía que no existían las preguntas.

Era arrolladora, entraba en las vidas removiéndolo todo, tocándolo todo, dejándolo todo atrás. Entregaba tanto pero por tan poco tiempo que tenía en las personas el efecto desolador de un sol que brilla en plenitud sobre ellas, sucedido por el abandono y el frío cuando desaparece.

Conseguía mantenerse en un nivel de optimismo que rayaba en lo desagradable para los demás, con mayor motivo en un país en que, como norma general, la alegría de uno es la alergia del vecino.

Sin embargo ese brillo constante era su burka. Nadie sospechaba la indefensión que escondía debajo, salvo yo. La chica de la sonrisa boreal pagaba peaje por el mantenimiento. Estoy convencido de que parte de esa volatilidad tan suya provenía de la incongruencia soberana entre su relación consigo misma y su proyección a los demás, algo que le hacía aún más confuso identificar lo que sentía y a razón de qué.

Lo que más apreciábamos de nuestra historia era la inexistencia de las dobles preguntas. <<-¿Estás bien? -Sí>> Si es si, no es no. La primera derrota de una relación comienza en el lenguaje.

La única ley era crear un espacio libre, una terapia al mundo en la que compartirnos el uno al otro a partir de la información que cada uno deseaba aportar, permitiendo que no sólo estuviéramos, sino que fuéramos en aquella casa refugio. De ahí que el dónde y el por qué viniera en esta o aquella ocasión me fuera indiferente, salvo que ella quisiera compartirlo conmigo.

Aquello me obligo a convertirme en un experto del lenguaje no verbal, descontando el hándicap de ser hombre. Esa entrega de mensajes vagos e imprecisos que obliga a afinar hasta el indicio para extraer la interpretación adecuada, a leer aquello que aflora en las grietas de los lenguajes.

Es el efecto que tienen ciertas personas. Te llevan a tomar ciertas costumbres y abandonar otras, y a volver a perder las primeras si existen buenas razones.

Además, ella tenía la habilidad de terminar sabiéndolo casi todo de mí. Durante una época le dio por repetirme que yo era como Tony Soprano, secretamente aspirando a convertirme en Gary Cooper, el tipo fuerte y silencioso; pero terminaba siempre en los oídos de ella, la versión mejorada de la doctora Melfi.

Tal vez se diera esta situación entre nosotros por dos motivos. Uno: vivir en la indefinición tiene sus ventajas, éramos lo que deseábamos sin ser nada con nombre. Dos: el grado de tolerancia a la incertidumbre es inversamente proporcional a la edad del sujeto, especialmente en algunas mujeres.

Te fuiste a vivir fuera, a una especie de internado. Recuerdo que fue en Dublín porque en una ocasión enviaste una postal del castillo. Escribiste que nos echabas de menos a mí y a “nuestra” casa, que tenías ganas de volver para vernos y hacer planes.

Muchas chicas quieren dar esa sensación de alocadas, de estar solamente en el presente, como un Rolling Stone, pero lo cierto es que están haciendo planes de todo tipo continuamente. Planes que comunican o no según diversas circunstancias, pero que, cuando menos, imaginan. Aquello era extraño en ti.

Volviste cambiada y el ambiente comenzó a enrarecerse. Por primera vez avisabas antes, por primera vez discutíamos, por primera vez deslizabas dobles sentidos y preguntas (nada) retóricas al aire, como: ¿qué somos?; o como: ¿hacia dónde vamos?

Probablemente << ¿Pero qué coño? Nosotros. Hacia donde siempre, el uno hacia el otro. >> hubiera sido una respuesta cojonuda. Por descontado, aquella no fue la respuesta. A uno como norma general,le visita la elocuencia a posteriori, mientras espera a que salten las tostadas, por ejemplo. Pocas veces se da la coincidencia precisa entre un estímulo importante y la respuesta adecuada: el letargo del instinto. Como consecuencia se es y se va retrasado muchas veces en la vida.

Yo no había planeado aquel escenario, no traía nada a la mesa; y sucede que “quien calla, otorga”, especialmente si es para cagarla. Incapaces de encontrarle acomodo dentro de tu nuevo diseño de propuesta vital, nuestro “nuestro” se deshilachó con la facilidad con la que se había tejido. Lo que siguió prefiero no contarlo. Lo intentamos y nos perdimos. El amor que nace en una especie no puede transformarse en otra. 

El caso es que volviste a marcharte a Dublín, aunque esta vez en lugar de postal dejaste una carta de despedida en el buzón. Una brillante idea considerando que nunca tuve llave. La encontré pasados unos meses cuando rebuscaba entre unos papeles, después de que alguien la subiera a casa.

Todo cuanto leí tenía sentido. Comprendí tus motivos, tus necesidades y también tus nuevas inquietudes, las razones para no volver a aparecer.  Al menos por un tiempo, vivimos ajenos a la categorización social del amor. Esas inconscientes presiones sociales que suelen reducirlo a unidades que llaman pasos, como si quererse a granel fuera vulgar o se tuvieran que cumplir ciertos requisitos para acceder a ciertos niveles tipificados. ¿Qué quieres que te diga? No estaba dispuesto a que no querer comer con el imbécil de tu hermano los domingos supusiera cualquier tipo de discusión.

Leí la carta por segunda vez una semana después. Escogiste un género que no dominabas como solución a la siempre engorrosa despedida, así que esta vez lo hice corrigiendo en rojo los errores gramaticales y proponiendo al margen las modificaciones que consideraba adecuadas. Supongo que ante el adiós existe el despecho o la frivolidad.

Necesitaba sellos, otra especie en extinción, pensé. Creí recordar que mi padre los coleccionaba, así que revolví media casa hasta encontrar el álbum tapizado del altillo. No fue hasta el momento en que mi lengua lamía lo que debía ser el culo figurativo de una lechuza de 100 pesetas que me di cuenta de que no tenía adónde enviar la carta.

Tras unos minutos decidí conducir hasta el pueblo y tirar la carta al buzón, sin remitente ni destinatario. Que se ocuparan los de correos de extraviar tus confesiones. No estaba por la labor de reencontrar la jodida carta meses, incluso años después y correr el riesgo de ponerme blando.

A fin de cuentas, en el mejor de los casos puedes remover las cenizas, darles vueltas con un palo, mirarlas así o asá, pero nunca devolverlas a su forma original. Y si no se aprovechaste el fuego…pues te jodes.


PD. También me deshice del espejo. Lo dejé al lado del contenedor una noche y no duró más que unas horas. Ya no servía para nada.


2 comentarios:

  1. Chapeau, maestro. Un inicio caliente como el verano, la previsible deriva, y un par de hallazgos memorables (la elocuencia que aparece cuando saltan las tostadas, la carta sin destinatario ni remite). Si no supiera la respuesta, me preguntaría cómo diablos alguien que nació cuando ya no existía el muro de Berlín puede conocer Mr. and Mrs.Jones. Lástima que ya no exista el espejo.

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  2. Siempre un placer leer tus comentarios Klaatu! Gracias y que sigan llegando. Es posible que cuando yo estuviera naciendo aún estuvieran con los escombros, pero los clásicos perduran y sobreviven cualquier muro.

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