Primero en Turín, más tarde en
Sevilla y Pamplona, siempre mentiste. Mientras descorrías las cortinas de habitaciones
de hotel, mientras masajeabas tus pies al final de un paseo sobre los adoquines
tercos de los cascos antiguos, mientras emitías exclamaciones como “¡Vaya!” o
“¿Viste eso, querido?” durante los espectáculos a que acudíamos. Pero aún a voz
en cuello, el desconsuelo de la mentira era secreto, porque más que mentir-que
también- permitías que errara en la interpretación de la verdad de nuestro amor,
convirtiéndome en un policía bobalicón que no atrapaba cojo ni mentiroso.
Durante los momentos de verdadera
desesperación que sucedían a cualquiera de tus taimados y reincidentes desprecios,
vociferaba adentro de mí aquello que dicen de que “una mujer que roba a un
hombre su amor, cuando su amor es lo único que le queda, no es una mujer buena”.
Un pensamiento bravo y coherente, algo tan sencillo de desoír. Porque por tibio
que fuera tu gesto de reconciliación, siempre parecía mayor recompensa que la
imagen de un hombre sin Carmen mala, con su amor y nada más.
Eran las dos y media del tercer
día de la fiesta y tú cosías concienzudamente sentada en un sillón de
terciopelo granate. El vestido crema colocado sobre tu regazo se desparramaba
sobre el acolchado capitoné. Me resultaban apabullantes las transformación
textiles -casi invariablemente de trunque- a las que sometías las prendas que
caían en tus manos. No tanto por tu agujereo irresponsable de mis bolsillos
como por lo rápido que aquellas desaparecían. El desfile de nuevos conjuntos era
constante porque a pesar del tiempo dedicado, de la idea colmatada, parecías no
desarrollar apego alguno por esas ropas. Sabe Dios que rezaba por no verme
reducido a prenda tuya, a otro de tus desapegos.
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