Naci bajo la protección de los idus de noviembre cuando la luz del año se apaga lentamente y las clepsidras arrebatan al sol el manejo del tiempo. Mes de tránsito, a caballo entre las rocas esculpidas por el mar y la arena mojada y los picos helados y oscuros. Sumergido dentro de la estación arrepentida, en la que el techo de hojas, quejumbroso por hábito, va quedando huérfano. Un día 13, el de mi suerte.
Desconozco las conjuras que los astros planearon para la fecha, tampoco me interesan. El caso es que vine al mundo -a este- uno que no altera su orden por el hecho de que tú nazcas pero que te premia con el peligroso poder de hacer cuanto desees con tu pedazo de él.
No sé a vosotros pero la vida a mí sí me regaló cosas. La suerte de venir a un mundo confortable, la suerte de tener la barriga siempre llena, la suerte de poder estudiar, la suerte del apoyo de una familia, la suerte de haber sido libre para expresarme… Tantas y tantas suertes que solo puedo dar las gracias con la boca grande y el pecho henchido.
Me abrí camino desde la infancia de la manera más natural y espontánea que encontré, con la inquietud y la curiosidad de un niño de energía explosiva, un niño que desde siempre quiso conocer muchas cosas y nunca se conformó con nada, un niño visceral dominado por una rebeldía y una fuerza vital furiosa. Así crecí, como un tornado lleno de rabiosa entrega a todo lo que consideré mi objetivo y de indulgente pereza y ceño fruncido ante lo que consideré una pérdida de tiempo. Pero siempre con mi criterio y personalidad, siempre conmigo por bandera.
Pasé malas épocas, como todo el mundo, épocas que me arrastraron a un hermetismo cruel y desolador y lastraron mis ganas y mis sonrisas zancadilleándome una y otra vez. Derramé en ellas gran parte de las lágrimas más amargas que recuerdo haber parido, de las que queman las mejillas. El niño se había perdido y ni si quiera fui consciente de ello. Suerte, otra de las grandes de mi vida, fue tener a una persona a mi lado que me devolvió al mundo y calmó mi corazón siempre, a la que rendí mi mejor frase: tu amor es el orgullo más grande. Una persona que ya no está pero sin la cual, como muchas otras, no concibo quien soy o como he llegado hasta aquí, mucho menos un resumen de mi vida sin su mención. Aprendí tantas cosas grandes y pequeñas a su lado y sentí tantas cosas grandes y pequeñas en su compañía que por más que rebusque en mi interior no existe un rincón donde no haya huella suya. Tal vez es por esto, que por más que rebusque en mi interior, no encuentro absolutamente nada que no sea el agradecimiento más vivo y más sincero.
Lloré a veces, sí, pero no sabéis cuantas reí hasta perder el control. Todo proporcionado por una larga lista de personas que no caben en ningún lugar más que en mi memoria: amigos, conocidos y desconocidos, todos ellos parte este mundo tan pequeño y tan extraño que dispone de cientos de idiomas para hablar y solo uno para reír. Me gustó tanto esa idea de un idioma único que siempre reservé tiempo al día para intentar arrancar sonrisas a los demás. A veces lo conseguí e hice sentir bien a la gente por unos instantes, otras no lo conseguí y bueno, tampoco pasa nada.
Me regalé a todo aquel que pasó por mi vida y quiso tener parte de mi e incluso a muchos que no lo quisieron también. Me regalé porque no conozco otra manera de vivir ni de amar ni lo que es más importante, de crecer. Me regalé también en cientos de líneas, líneas de todo tipo y dedicadas a muchas personas. Esto lo hice y lo seguiré haciendo porque mis palabras son lo único que tengo y lo único que soy, el único vínculo que considero verdadero con el mundo que me rodea y el único equipaje imprescindible para mi felicidad. Solo soy mis palabras y ellas son mi elección. Y seguiré regalándome siempre en cuerpo, palabra, tiempo y alma a quién yo considere oportuno porque por cada pedazo que regalo me siento más vivo, más grande y más sabio.
Cambié. Hubo un momento, no sé cual, o si lo sé y no quiero decirlo, en el que lo vi, lo vi todo delante de mis ojos. Me prometí a mi mismo no olvidarlo nunca, ni un mísero día, y así lo grabé a fuego en mi piel para que no se me olvidara “buscarlo” cada mañana al despertar. Fue mi catarsis, la metamorfosis más bella de mi mundo, volví a ser un tornado y un diablo, volví a ser ese niño que había perdido.
Así, desde entonces, procuro estar siempre enamorado de todo. Enamorado de mi música, de mis libros, de mi cine, de mis mujeres –ay las mujeres-, de mis amigos, de mi familia. Enamorado de mi vida y de mi mundo, de mis recuerdos y de mis planes, enamorado de todo eso que elaboráis tantos y tantas cada día, enamorado hasta del último segundo de vosotros. Haciendo mi lucha, orgulloso de quien soy, con el respeto máximo a mí mismo y a los demás y valiente, siempre valiente y enamorado.
Y vivo con el corazón tan cargado de ilusiones y pasiones que entiendo y persigo a cada paso la persona que quiero ser mañana cuando despierte, y vivo conociéndome y dándome respuesta, sabiendo que en un corazón tan pequeño como el mío no caben rencores ni odios, es cuestión de espacio.
Es cierto que a veces me pierdo o me canso, pero entonces me desconecto y paro a respirar para cuando me vea con fuerzas, lanzarme al abordaje de una nueva conquista. Porque como los grandes escritores clásicos rusos, un dia sin pensar en la muerte es un día malgastado y esto amigos no es pesimismo ni oscuridad, es la obligatoriedad del optimismo, la obligatoriedad de mi pasión y mi ilusión.
A todos vosotros que quiero, admiro y aprecio deciros que sigáis aguantándome como lo habéis hecho hasta ahora porque en el fondo soy un auténtico capullo lleno de cosas buenas. Os quiero y mucho aunque lo esconda o no lo diga o lo haga solo desde la distancia y seguridad que me dan mis palabras. Todos y cada uno sabéis que derramaría hasta la última gota de lo que hay en mí por vosotros y por vuestra felicidad, que a pesar de los roces o desencuentros nada en este mundo me detendría para defenderos y protegeros, que soy lo que soy, con miles de defectos y limitaciones pero lo soy por y para vosotros.
A todos vosotros a los que hice daño, malogré o no tuve en cuenta, lo siento, no puedo deciros otra cosa.
Para acabar mis días me gusta guardar unos minutos de silencio, que es el hábitat en que me encuentro más libre y más creativo, y me siento muy satisfecho, porque recapitulando tengo la fortuna de presumir de un superávit de cosas, no buenas sino extraordinarias, inmenso y la fortuna también de haber llorado algunas de las lagrimas más felices que recuerdo haber parido, escribiendo estas líneas.
Ignacio Paniagua Rico a 13 de noviembre de 2011