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sábado, 27 de octubre de 2012

ama de llaves

Ella es la persona capaz de hacerme sentir 
desolado.
Tiene un potencial destructivo en mí 
casi total.

Los enemigos son mentira. Las jodiendas
las cocinas tú, en casa, en la inducción.
Yo le di llave, yo materialicé esa indefensión.

¿Qué hombre razonable entregaría algo así?
¿Qué hombre sensato se aseguraría tal cercanía al dolor?

martes, 23 de octubre de 2012

skinny truth (perro edulcurado)

-Así que vino y me contó algo muy confuso. Soy incapaz de recordarlo con claridad precisamente por eso, pero desde luego era confuso. No tanto por las frases como por el desorden con que se sucedían. El tema está en que, en alguna esquina de aquella historia borgiana, abrió la caja de los truenos. “Las cosas no son como al principio”. Como lo oyes. Eso dijo. Y claro, tú me conoces bien, toda la nieve que pude acumular en el paladar se la escupí en un alud,  todo sea dicho a un volumen de lo más razonable. “Por si no te habías dado cuenta, amor, esto no es el puto Diario de Noah, así que déjate de películas y dime claro qué ocurre porque hoy no parece que vaya a haber paseo en globo y beso. ”

-Cuando te pones rollo depredador dulce acojonas un huevo. No esperaba menos de ti. Bienvenida a la nieve muñeca.

-Espera, espera, porque el segundo acto, después de varios balbuceos e intentonas, fue un esfuerzo encomiable por edulcorar la verdad con frases vacías (o vaciadas de tanto usarlas, qué se yo) y clichés de todo a cien. Yo insistí en ahorrarle tal dispendio de saliva, en invitarla a salir de allí, lo prometo, pero ella se resistía y continuaba, sin cesar y a un ritmo totalmente descontrolado, saboteando una tras otra las alegrías que habíamos construido. Me quería edulcorar la verdad, a mí, ¿lo puedes creer? Cuando todo aquel que conoce lo mínimo de la vida sabe que la verdad es una puta y hasta donde yo sé, las putas las tienes de 15 y de 1.500, pero con sacarina y estrechitas no existen. No sé por qué te estaba contando todo esto…

- Porque trató de edulcorarte la realidad en lugar de hablar llanamente y explicarte lo que había.

-Ah. Sí, sí. Eso pretendía. Qué rabia. Me recordó a cuando era pequeño y se murió miperro. Adoraba a ese maldito perro. No tendría más de 9 años.

-¿Tú?

-Yo, ¿qué? No. El perro, joder. Yo tendría nueve o diez. Se puso muy enfermo, uno de esos mosquitos hijos de puta y no hubo otro remedio que sacrificarlo. Cuando ya estaba muerto, a mi madre (que en un esfuerzo por ahorrarme una despedida, un berrinche o un intento de fuga a lomos de mi perro enfermo, no me lo contó hasta que estuvo hecho) se le ocurrió comprarme un helado justo antes de darme la noticia. Como si una subida de azúcar fuera a frenar la caída a la tristeza. Intentó explicármelo lo mejor posible. Íbamos de vuelta en el coche de la heladería a casa y yo; que desde pequeño he sido de lo más cuco, o retorcido, o imaginativo, o la suma de todo ello sublimada en la expresión con que mi abuelo me bautizara, a los seis años de edad, tan acertadamente: tú eres la mar de chulo y un poquito cabrón; empezaba a darle vueltas al asunto, porque para mí que eso tan espontáneo y sin antecedente de “vamos a comprar un helado” tenía alguna doblez. Mi madre, la pobre mensajera, me contó en un tono franco y adulto, incluso un tanto afectado, cómo, ante una enfermedad cogida demasiado tarde, sacrificar a nuestro perro era la única opción digna para él.  Y yo entretanto, lo recuerdo como si lo tuviera en mi mano derecha aún, no dejaba de mirar aquel helado, pensando en quién tendría el valor de comérselo así sin más, en por qué un perro se moría por un mosquito cuando a mi me picaban cada noche en el porche y él, perro que era, se me antojaba por lo menos mil veces más resistente, pero sobre todo pensaba en el helado y en que comérselo sería de cobardes y de chicas, que él no hubiera querido que lo hiciera, que quién se habría creído mi madre que era yo. Pero, con todo, ¿sabes qué fue lo que más me dolió?

-¿Que tu madre intentara aliviar la noticia dándote la alegría del helado? Estoy seguro de que fue con la mejor intención…

- ¿Qué dices? No. Bueno, eso también. Lo que más me dolió fue que yo sabía que estaba enfermo. Me pasé varios meses diciendo que estaba más delgado, que se le notaba cansado y sin fuerzas. Siempre había tenido una gran energía, era tremendamente vigoroso, pero en ese tiempo estaba en los huesos, jodidamente raquítico y errático, como desorientado. Lo notaba cuando lo abrazaba y lo acariciaba. Estaba convencido de que algo le ocurría, sabía que estaba enfermo, lo sabía y lo dije.

- Pobrecillo. Menuda putada. Y, ¿ella?
-¿Qué ella? Era un macho. ¿Mi madre dices?
- La chica joder

-¡Ah! ¿Ella? Ella sigue viva.- y tras varios segundos.- Aunque mentía como un mosquito hijo de puta.

domingo, 7 de octubre de 2012

a la vileza de la infravida


La muerte 
                  (ajena)
suma albercas de soledad
a la vida
               (propia),
menos por la falta
que por la naturalidad
con que ésta
llega.

Se sigue uno
de ojos abiertos y
solo, se sigue,
como se va, como se
llega.

Mas con tristeza tonta,
de improviso, 
emetiza la vileza
de una infravida,
y se grita en la purga:
joder, ¡vive!



Nota mental: Se antoja infranqueable al ser no infravivir pero, maldita sea, vamos a pelearlo al menos. No permitamos que la desgracia, ajena o propia, se convierta en el único motor que nos despierte de la anestesia tan puta y tan ingrata en que nos vemos, casi siempre, inconsciente e irresponsablemente amodorrados. Porque, eso, es ser unos desgraciados.


Emetizar: provocar el vómito