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martes, 16 de julio de 2013

el viejo yo



Un día amaneces con esmog, pero no es el de las mañanas irrespirables en Madrid, sientes que este viene a joderte de verdad. Menuda mierda dejar de estar bien por inercia. Es como cuando te haces un esguince y repentinamente te das cuenta de que adoras tus tobillos. Apesta pasar los días con ese atontamiento en el diafragma que convierte quehaceres reflejos, como dejar correr los minutos hasta quedarse dormido o esperar que el café baje de 137ºC para bebértelo, en algo trabajoso. Sentir que tienes cosas en marcha pero ninguna funcionando. Todo por esa maldita humareda que te difumina el camino con su abrazo invisible, con el suave vaivén que ocupa las calles. Un camino y unas calles que recorrías tan tranquilo ¿Qué te ocurre? ¿Es culpa tuya? ¿Eres tú el cenizo que atrae lo malo? Esto antes funcionaba. Maldita sea, no pides saber quién eres, conocer el sentido de la vida o el maldito sexo de los ángeles. Sólo deseas saber cómo coño lo habías hecho todo este tiempo para evitar esa desazón.

Para colmo, mientras pequeños signos de interrogación socavan la seguridad que tenías, te bombardean cada día propagandas motivacionales y eslóganes de auto-superación. Por todas partes. De pensar en positivo para atraer lo positivo, de levantarse para comerse el mundo de alegría, de dejar que las respuestas te encuentren, de cambiarse al sendero de la felicidad. El sendero de la felicidad…la hostia. Ese no eres tú, desde luego que no, pero por unos días lo intentas. ¿Qué puedes perder? [...]
Te encuentras con gente que no te importa lo más mínimo y le dices que te alegras de verla, esperas a que la vecina llegue a la puerta del ascensor en lugar de apretar el botón como un maníaco, cruzas los brazos ante cosas que detestas por agradar o tratas de ser optimista de forma ortopédica a ver si te trae la bocanada de viento definitiva. Y por supuesto no funciona.

Entonces piensas que te estás convirtiendo en un auténtico imbécil si creías que no ser tú iba a llevarte a algún lado. Sabes que las batallas no se ganan con armas de otros. No se te ocurra invertir en ese género de motivación que radica en la supresión de lo que existe en ti en favor de cualquier otra cosa, en la sustitución forzada de lo que te nace por lo que convendría que te naciera. La patraña esa de convertirse en un nuevo yo. Eso sí es una basura. El primer paso a la infelicidad. Además intuyes que el hombre no cambia sino que sólo hace correcciones de vuelo cuando topa con la dificultad o, por qué no, la motivación. Sabes que se es lo que se es y así has de entenderlo. 

Sin embargo, toda aquella parafernalia tiene algo de razón. Todo nace y muere en ti, tú eres la proporción de tu mundo. Así que aceptas sin condiciones que no necesitas un nuevo yo, que el tuyo te gusta cantidad. Que siempre la fea es la que abandonas y la guapa la que está por venir. Ese es tu único eslogan para no volverte un loco. 

Y poco a poco las cosas empiezan a encajar en su lugar. Dejas de torpedearte para centrarte en resolver lo que está angustiándote. Hasta que despiertas otro día y, parecido a lo que ocurre con esos ruidos desesperantes que se apagan uno o dos minutos antes de que te des cuenta de que lo han hecho, el esmog se ha desvanecido. Tus tobillos vuelven a importarte una mierda y el café se enfría sin esfuerzo. 

El viejo yo es el camino.

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