Un día amaneces con esmog, pero no es el de las mañanas
irrespirables en Madrid, sientes que este viene a joderte de verdad. Menuda
mierda dejar de estar bien por inercia. Es como cuando te haces un esguince y
repentinamente te das cuenta de que adoras tus tobillos. Apesta pasar los días
con ese atontamiento en el diafragma que convierte quehaceres reflejos, como
dejar correr los minutos hasta quedarse dormido o esperar que el café baje de
137ºC para bebértelo, en algo trabajoso. Sentir que tienes cosas en marcha pero
ninguna funcionando. Todo por esa maldita humareda que te difumina el camino
con su abrazo invisible, con el suave vaivén que ocupa las calles. Un camino y
unas calles que recorrías tan tranquilo ¿Qué te ocurre? ¿Es culpa tuya? ¿Eres
tú el cenizo que atrae lo malo? Esto antes funcionaba. Maldita sea, no pides
saber quién eres, conocer el sentido de la vida o el maldito sexo de los
ángeles. Sólo deseas saber cómo coño lo habías hecho todo este tiempo para
evitar esa desazón.
Para colmo, mientras pequeños signos de interrogación
socavan la seguridad que tenías, te bombardean cada día propagandas
motivacionales y eslóganes de auto-superación. Por todas partes. De pensar en
positivo para atraer lo positivo, de levantarse para comerse el mundo de
alegría, de dejar que las respuestas te encuentren, de cambiarse al sendero de
la felicidad. El sendero de la felicidad…la hostia. Ese no eres tú, desde luego
que no, pero por unos días lo intentas. ¿Qué puedes perder? [...]
Te encuentras con
gente que no te importa lo más mínimo y le dices que te alegras de verla,
esperas a que la vecina llegue a la puerta del ascensor en lugar de apretar el
botón como un maníaco, cruzas los brazos ante cosas que detestas por agradar o
tratas de ser optimista de forma ortopédica a ver si te trae la bocanada de
viento definitiva. Y por supuesto no funciona.
Entonces piensas que te estás convirtiendo en un auténtico
imbécil si creías que no ser tú iba a llevarte a algún lado. Sabes que las
batallas no se ganan con armas de otros. No se te ocurra invertir en ese género
de motivación que radica en la supresión de lo que existe en ti en favor de
cualquier otra cosa, en la sustitución forzada de lo que te nace por lo que
convendría que te naciera. La patraña esa de convertirse en un nuevo yo. Eso sí
es una basura. El primer paso a la infelicidad. Además intuyes que el hombre no
cambia sino que sólo hace correcciones de vuelo cuando topa con la dificultad
o, por qué no, la motivación. Sabes que se es lo que se es y así has de
entenderlo.
Sin embargo, toda aquella parafernalia tiene algo de razón.
Todo nace y muere en ti, tú eres la proporción de tu mundo. Así que aceptas sin
condiciones que no necesitas un nuevo yo, que el tuyo te gusta cantidad. Que
siempre la fea es la que abandonas y la guapa la que está por venir. Ese es tu
único eslogan para no volverte un loco.
Y poco a poco las cosas empiezan a encajar en su lugar.
Dejas de torpedearte para centrarte en resolver lo que está angustiándote.
Hasta que despiertas otro día y, parecido a lo que ocurre con esos ruidos
desesperantes que se apagan uno o dos minutos antes de que te des cuenta de que lo
han hecho, el esmog se ha desvanecido. Tus tobillos vuelven a importarte una
mierda y el café se enfría sin esfuerzo.
El viejo yo es el camino.
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