Los últimos meses habían sido como una batalla en el frente de cualquier guerra. Pura distorsión. El tiempo allí era una gota en un cubo de agua, o todo lo contrario, un efecto de mariposa y huracán. Las sonrisas se esbozaban entre lutos, a media asta. El ánimo tan pronto se sentía como septiembre en la boca de un niño o como una respiración refleja y obviada. Si sólo pudieran aguantar un poco más, algo acabaría cambiando. Pero en aquel tiempo y en aquel lugar, las expectativas incumplidas eran el cepo de las ilusiones de los hombres, que atrapadas, no morían, peor, agonizaban en un llanto feroz que resonaba en el cielo como un tambor de guerra. Los días buenos lo eran a medias en realidad, pero dejaban una estela de algo mejor, esperanza. Los malos eran mierda contra un ventilador.
Recordaba la última
noche antes de morir. Estaba tumbado en el catre, apenas un amasijo de 60 kilos
de carne, rabia y confusión amarrado a su propio pecho en un gesto de amor perdido.
Qué fácil era cuando dormía y qué disfuncional el resto del tiempo. Le recordó
aquel viaje en autobús, antes de que todo aquello comenzara, el primero en que la sostuvo entre sus brazos y por ello se quedó mucho más rato despierto, acariciando
su pelo moreno mientras dormía. Que bello. Alcanzó a dormirse repitiéndose en voz baja la consigna que, le habían asegurado al alistarse, habría de
mantenerle alejado de la deserción.
<<El alba
traerá la victoria. El alba traerá la victoria. >>
Sólo que el alba
trajo metralla. Lo encontraron más tarde aquel día, junto a otros muchos, al
hacer recuento. Llegó tan joven y tan ilusionado. 15 años envejecidos
de golpe. Vapuleado, ensangrentado, sucio, encogido. El escombro de un hombre, extrañamente sonriente. Al menos ya estaba muerto.
El amor loco, de polilla y llama, es como una batalla en el frente de cualquier guerra.
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