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lunes, 10 de diciembre de 2012

un rayo en el jardín


Cuenta la mitología griega de la muerte, que era hija de la noche y hermana gemela del sueño. También, que cada anochecer tenía lugar la misma discusión fraternal por el reparto de las almas de los hombres.

Estaba reprimiéndome para no revisitar el recuerdo de los tanatorios en que he estado. Odio intensamente esos lugares, intensamente. Ni que decir tiene las ceremonias o rituales o cualquiera que sea el nombre de aquello que acontece en ellos. Los recuerdo iluminados como bibliotecas, sucintamente coloridos, repensados. Psicología de transición, desmitificación del duelo,  un paso adelante en el sector. Para mí, la estrategia desafortunada- y por qué no decirlo, infame- de buscar concilio entre la esperanza y el luto. 

Si odio algo más que los tanatorios, aún no lo conozco y espero no hacerlo nunca. Mi odio se fundamenta en cientos de detalles y unos cuantos bultos.  Uno de ellos es que se me pone el corazón de mimbre cuando los piso. Y por entre las aberturas del trenzado, embocan los tubos de la tristeza de los más tristes de la sala, llenándome de plomo, haciéndome sentir pesado y torpe. Otro es que cada vez que repaso la sala tengo a Dave Lombardo trabajándome la nuez. Aquello está lleno de personas y lo odio. Soy una de ellas. 

Me cago en la puta. [...]
Aquí estás, con tu tristeza facilona. La elegía ligerita de cascos, la chica fácil del sepelio. Estabas en casa, con tus cosas y tu ombligo y ahora estás aquí. Aunque ya sabréis que uno puede llegar de casa con el ánimo que quiera, puede incluso equivocarse de difunto, pero entra en una de esas salas y algo le atiza la cara.Venga, ya has llegado. Otra res para repartir el abatimiento, otro pesar tibio y alejado.

¿Qué hago aquí? ¿Qué soy aquí? Pues eso, otro maldito abatimiento menor. Otra maldita buena intención convertida en una resta a la solemnidad íntima de la pena verdadera. Porque la única pena verdadera que conozco es la íntima, callada y solemne. Una resta que además no sabe qué hacer ni dónde mirar ni dónde colocarse. Una resta con una boca huérfana de lengua, en penitencia por el desierto. Una resta farisea porque, en esencia, no deja de sumar. Más uno que recibir, más uno con quién repetir el ritual de hablar para no decir nada, más uno a quién mostrarle la cara de la negrura absoluta –sin importar de qué facha vaya vestida.

Me cago en la puta, siempre me arrepiento de venir a estos sitios. 

Me pongo furioso, me angustio y me dan ganas de vomitar. En ese orden. Por eso procuro acudir sólo cuando considero que es totalmente necesario y, en caso de suceder, escojo no hablar mucho. Abrir la boca y sentirme peor van de la mano en este acto. Así que me pongo a pensar, mirando de reojo – de otra forma no me atrevo- a los que soportan el peso verdadero de esa muerte.

Ojalá fuera otro muerto anónimo por hambre en Sudán 
o por avalancha en Finlandia, 
no alguien tuyo, amigo. 
Ojalá no se materializara la perrería de este dolor en ti. 
Que siendo sincero, a uno le importan una mierda las tormentas 
hasta que le cae un rayo en el jardín. 
Ojalá no fuera tu jardín, amigo, ojalá fuera otro jardín.

Venga, respira profundo.

Lo más obsceno, lo que me hace hervir la sangre en las venas, es ver la cola de una sonrisa, fugaz, inconsciente, de un instante apenas, cruzar el patio de butacas. El sonido del grifo goteando en mitad de la noche es atronador. Lo miro fijamente buscando la incomodidad, con el demonio y su bilis en un hombro y nada en el otro. Vete de esta sala cabrón o te saco yo. Pero no se va, porque la mía es la mirada de otra tristeza menor como la suya, y no tiene autoridad en la sala.

Cuando eso sucede, me recuerda a una de las primeras veces que estuve en un tanatorio. Una viuda rota, sentada en la esquina de una habitación. La vi de tan lejos, a través de una puerta que parecía la de la desesperanza; y justo en el margen de esa realidad, a unos pocos pasos de esa misma puerta, un hombre bromeando con otro. Sonriendo. Juro que hubiera pateado la boca del estómago de aquel cabrón con todas mis fuerzas. Y de haberse muerto, hubiera ido a su tanatorio a hacer lo propio con el cabrón al que se le ocurriera reír allí. Tanto o más que un guardián entre el centeno, es necesario uno en el tanatorio.

Cuenta la mitología griega que Thánatos e Hýpnos , la muerte y el sueño, discutían airadamente a cada anochecer  por el reparto de los hombres. Ojalá no sea en vuestro jardín, amigos, ojalá sea en otro jardín.

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